Sobre el fenómeno de la ebullición del agua, yoguis y un hecho traumático
Dr. Gibier
Sobre el fenómeno de la ebullición del agua
Si coloca uno o muchos sujetos sensibles la mano por encima de un vaso que contenga agua, y se les da la orden (sugestión) de hacer mover el líquido, como si hirviera, sin tocarlo, se puede con paciencia y tiempo (es inútil esperar más de media hora en cada sesión) ver el agua, primero plegarse y después moverse por diferentes sitios, como si un pequeño pez la agitara al nadar, y después hervir, al punto de salirse del recipiente y derramarse por fuera… Este es un fenómeno que los faquires de la India determinan corrientemente por su sola presencia o por la simple “imposición de manos” por encima del líquido. M. Pelletier, que me ha escrito en muchas ocasiones con motivo de este hecho curioso, no me ha hecho nunca advertir que los sujetos que se quejan algunas veces, desde el principio de la posición, de sufrir en los brazos y en las manos; es una observación que he hecho en mis experiencias. Esta misma sensación dolorosa es acusada por aquellos que producen la escritura directa en las pizarras.
…
Empleaba para mis experiencias a una joven de una veintena
de años, de origen judío.
Una vez dormida, y en un estado intermediario de
abmaterialización, que no era ni letargia ni el sonambulismo ni tampoco el
éxtasis parlante, sino más bien lo que los magnetizadores de profesión llaman
sonambulismo lúcido; le colocaba un tapón de algodón en rama sobre cada ojo,
además de una amplia y tupida venda o un pañuelo que generalmente tenía cuidado
de anudarlo en la nuca. La primera vez que intenté la siguiente prueba, me asombré
de mi propio éxito. Debo añadir que entonces no tenía yo la experiencia que me
ha dado después una larga serie de investigaciones y, también debo decirlo, de
estudios serios continuos sobre la importante cuestión.
Tomé de mi biblioteca el primer libro que cayó en mis manos,
lo abrí al azar, por encima de la cabeza del sujeto, con la tapa hacia arriba,
mientras que yo tenía el texto impreso aproximadamente a dos centímetros de
distancia de los cabellos de la joven hipno-magnetizada. Inmediatamente le mandé
que leyera la primera línea de la página que se encontraba a mi izquierda y,
después de un momento de espera, dijo: “¡Ah! Sí, veo, espera”. Después
continuó: “La identidad conduce todavía a la unidad porque si el alma…” Se
detuvo y dijo: “No puedo más, es bastante, pues me fatiga”. Accedí a su deseo
de no insistir; giré el libro y era de filosofía, y la primera línea indicada,
menos dos palabras, había sido vista y leída por la “invisible abmaterializada”
de mi durmiente.
Si hacía que una tercera persona escribiera en el suelo una
palabra como un nombre o cualquier cosa, con un pedazo de tiza, traída desde
una habitación próxima, con los ojos vendados, la misma joven leía sin
equivocarse jamás la palabra escrita tan pronto como ponía los pies encima del escrito
y añadía siempre alguna reflexión evidentemente justa. Como por ejemplo: “El
nombre está al revés” ó “es tal nombre como una línea por debajo”. Cuando se le
conducía para verificar la experiencia, (con los ojos cubiertos por pellas de
algodón y vendados), venía generalmente hacia atrás, es decir, dando la espalda
a lo escrito y con la cabeza forzadamente inclinada hacia atrás, a fin de que
los asistentes pudieran comprobar la imposibilidad de que viera, aún despierta
y por debajo de las vendas.
Después de haber ampliamente meditado sobre la elección de
la existencia, juzgando sin duda por el examen de sus vidas anteriores que era
tiempo para él determinar su cielo y de
confundirse con Brahma, en un Nirvana eterno, es decir, con la inteligencia
universal, el Brahma Haridés se hizo eremita y comenzó la serie de ejercicios
físicos e intelectuales que constituyen el acareamiento hacia lo que el Dr.
Reyer llama la “anabiose” y que los indios denominan “yogvidya” y “bu stambha”
o “baju stambha”, es decir, el arte de producir una suspensión completa y no
peligrosa de las funciones vitales.
En este estado, puede uno hacerse enterrar durante un tiempo
bastante largo y volver enseguida a la vida o flotar sobre el agua sin
sumergirse.
Después de haber construido una especie de celda
semi-subterránea, que no tenía más que una puerta estrecha, Haridés, auxiliado
por sus discípulos, penetró en aquella y se extendió sobre una capa blanda de
pieles lanares y de algodón cardado. Cuando el asceta estuvo instalado en este
albergue, sus servidores tapiaron la puerta con tierra gredosa o arcilla; y
entonces sentado en la posición del “pamadzan”o teniendo sobre la capa,
reconcentró su pensamiento recitando oraciones auxiliado del rosario que usan
los brahamas o meditando profundamente sobre la divinidad.
Al principio, no pareció más que algunos minutos, después
algunas horas y por último muchos días en su estrecha cueva, a fin de
acostumbrarse gradualmente a la falta de aire. Al propio tiempo, comenzó el
ejercicio del “pranayama” o suspensión de la respiración, comenzando primero
por cinco, diez, veintiuno y después cuarenta y tres y ochenta y cuatro
minutos. Además se hizo practicar debajo de la lengua una serie de veinticuatro
pequeñas incisiones, una cada semana. Estas operaciones acompañadas de masajes
tenían por objeto facilitar la caída de la lengua en la faringe para cerrar la
abertura de la glotis mientras durara la “anaviose”.
Durante todo el tiempo de estos preparativos, él, solitario,
observó todas las reglas del “yoguismo” y no se alimentó más que con vegetales.
Por último, cuando estuvo preparado para sufrir la prueba,
se sometió. Para dar a todos una muestra de su misión divina, se ofreció a
demostrar que podía permanecer bajo tierra, en un ataúd, durante semanas y meses
y renacer después a la vida.
Su proposición fue aceptada.
Haridés, el yoghi, hizo sus últimos preparativos. Purificó
su cuerpo exteriormente por medio de abluciones, e interiormente por medio del
ayuno y el zumo de plantas sagradas, limpió su estómago, no con un tubo como en
el lavado moderno, sino con largas tiras de tela fina que tragaba y retiraba
enseguida por la boca.
Cuando llegó el día designado, se congregó una muchedumbre
inmensa.
Haridés, rodeado de sus discípulos y acompañado por el rajah
R. y su corte, avanzó gravemente.
Después que hubieron extendido un sudario de hilo sobre el
suelo, se colocó en medio de él y volviendo el rostro hacia el Oriente se sentó
cruzando las piernas en la atitud “pamaalzan” de Brahma sentado sobre el lotus.
Pareció como que se recogía un instante, después fijó su mirada sobre la punta
de su propia nariz después de haber
dejado caer la lengua en el fondo de la garganta.
Luego sus ojos se cerraron, sus miembros se quedaron rígidos
y la catalepsia, o más bien la thanatoidie (palabra nueva que propongo), es
decir, un estado semejante al de la muerte, se presentó.
Los discípulos del eremita se apresuraron entonces a
avivarle los labios y a taparle las orejas y las narices con tapones de lino
bañados en cera, sin duda para protegerle contra los insectos. Reunieron las
cuatro puntas del lienzo sudario, por encima de su cabeza, y las anudaron. El
sello del rajá fue colocado sobre los nudos y el cuerpo fue encerrado en una
caja de madera de cuatro pies por tres, en la que se le encerró herméticamente
y que fue igualmente sellada con el sello real.
Una cueva tapiada, preparada a tres pies debajo de la tierra
para contener el cuerpo del yoghi, recibió la caja cuyas dimensiones se
adaptaban perfectamente a la tumba. La puerta fue cerrada, sellada y tapiada
completamente con arcilla.
Sin embargo, algunos centinelas debían vigilar día y noche
los alrededores del sepulcro, al que acudían piadosamente, como una
peregrinación , millares de niños.
Al cabo de seis semanas, plazo convenido para la exhumación,
una afluencia todavía más numerosa que cuando el sepelio, afluyó al sitio del
acontecimiento. El rajah hizo levantar la arcilla que amurallaba la puerta y
reconoció que su sello estaba intacto.
Se abrió la puerta, se extrajo el ataúd-caja con su
contenido y cuando se hubo comprobado que el sello con el que se había sellado
estaba igualmente intacto, se procedió a la apertura.
El Dr. Honigberger hizo la advertencia de que el sudario
estaba recubierto de moho, lo que se explicaba por la humedad de la cueva. El
cuerpo del eremita, sacado fuera de la caja por sus discípulos, y siempre
rodeado de su sudario, fue apoyado contra la tapa; después, sin descubrirle, se
vertió agua caliente sobre la cabeza. Por último se le despojó del sudario que
le envolvía, después de haber examinado y roto los sellos.
Entonces el Dr. Honigberger le examinó con cuidado. Estaba
en la misma actitud que el día del sepelio: únicamente la cabeza había cambiado
de posición; ahora reposaba sobre un hombro. La piel estaba arrugada; los
miembros rígidos. Todo el cuerpo estaba frío con excepción de la cabeza, que
había sido rociada con agua caliente. El pulso no pudo ser percibido, tanto en
los radicales, como en los brazos y en las sienes; la auscultación del corazón
no indicaba otra cosa que le silencio de la muerte.
Levantado un párpado, pudo comprobarse que el ojo estaba
vidrioso y apagado como el de un cadáver.
Los discípulos y los sirvientes, lavaron el cuerpo y
friccionaron los miembros. Uno de aquellos aplicó sobre el cráneo del yoghi una
capa de pasta de trigo caliente, operación que se renovó muchas veces, en tanto
que otro discípulo quitaba los tapones de las orejas y de la nariz y abría la
boca con un cuchillo. Haridés semejante a una estatua de cera, no daba ninguna
señal que indicara que iba a volver a la vida.
Después de haberle abierto la boca, el discípulo colocó la
lengua en su posición normal, en la cual tuvo que mantenerla, por cuanto tendía
sin cesar a caer sobre la laringe. Se le frotaron los párpados con grasa, y se
tornó a hacer una última aplicación de pasta caliente sobre la cabeza.
En aquel momento, el cuerpo del asceta fue sacudido por un
estremecimiento; sus narices se dilataron, movimiento seguido de una aspiración
profunda; su pulso comenzó a latir lentamente y sus miembros abandonaron la
rigidez cadavérica. Se le colocó un poco de manteca batida en la lengua, y
después de esta escena penosa, cuyo éxito parecía incierto y poco probable,
“los ojos recobraron inmediatamente su brillantez”.
La resurrección del yoghi se había verificado. Y como
apercibiera el rajah, le dijo sencillamente:
-
“¿Me crees tú ahora?”
Habían sido necesarios treinta minutos para reanimarlo y
“después de un lapso de tiempo igual, aunque débil todavía, pero vestido con un
rico traje de honor y adornado con un collar de perlas y con brazaletes de oro,
reinaba en la mesa real.
Poco tiempo después de los sucesos narrados, el rajah,
abrigando sus dudas respecto a la muerte aparente del yoghi, éste volvió a
desafiar a S.M. y se hizo sepultar de nuevo, pero esta vez a seis pies bajo el
nivel de la tierra. La tierra fue preparada alrededor del sitio en que debía
colocarse el ataúd; la cueva fue amurallada y aislada en cuyos alrededores se
sembró cebada.
Siempre, según los mismos testigos oculares, Haridés
permaneció cuatro meses en la tumba; al cabo de este tiempo volvió a la vida
como la primera vez.
El Dr. Gibier y su médium
En el curso de mis numerosas experiencias, sobre todo al
principio, me han ocurrido aventuras más o menos desagradables y entre todas
una que llegó a alcanzar todos los caracteres de lo trágico. No es que yo haya
hecho nunca alguna experiencia en la oscuridad; es una manera de proceder que
siempre he rehusado. Todo, absolutamente todo cuanto me ocurrió que pudiera
clasificarse como desagradable, ha ocurrido a plena luz.
Un día, después de haberme permitido algunas observaciones
irónicas acerca de las opiniones formuladas por un “espíritu” grosero, que se
manifestaba por medio de un velador, creí, durante un momento, tener
quebrantada una rótula por el choque violente del rebote de dicho mueble que
fue bruscamente proyectado sobre mí. Interrogando, el velador respondió
afirmativamente cuando le pregunté si había tenido la intención de hacerme
daño.
Pero , es sobre entre todas, en una circunstancia que jamás
olvidaré, aunque viviera mil años, cuando vi desde cerca el inmenso peligro a
que nos exponemos en esta clase de estudios, si no se tiene cuidado de
imponerse a las condiciones apetecidas, de la que es necesario no desviarse
nunca.
He aquí el hecho:
En los últimos meses del año 1886, hacía casi a diario y
principalmente por la tarde, experiencias sobre la fuerza anímica. Dos sesiones
fueron particularmente accidentadas.
Éstas, tuvieron lugar en un laboratorio de los antiguos
edificios del añejo colegio Rollín, transformado provisionalmente en ese tiempo
en escuela práctica de la facultad de medicina.
El médico que me asistía en mis investigaciones, era un
americano, M. S…., cuya fuerza anímica era emitida en cantidad suficiente para
producir “materializaciones” y trasportes de objetos a distancias, sin
contacto.
El día indicado nos reunimos. M. M. L., los doctores B… y A…
que ejercen en París, el médium y yo.
Una vez en el laboratorio, el médium parecía inquieto.
Mientras que nosotros permanecimos alrededor de la mesa (una mesa cuadrada que
yo había construido expresamente) después de haber preparado el modelo de yeso,
dije en voz alta, con un tono semiserio y semijocoso, y en francés, a fin de no
ser comprendido por el médium que no hablaba más que el inglés, esta reflexión
que, estando hecha en el lugar en que nos encontrábamos, no podía sorprender a
ningún malévolo espíritu, del que se hubiera disecado el cuerpo, dije que
hiciera todo lo posible para impedir que lleváramos nuestra obra a buen fin.
Apenas había yo terminado de hablar, cuando el médium fue
presa de una especie de movimiento convulsivo que le afectó a todo el cuerpo.
Lo que se presentó entonces fue verdaderamente espantoso: se enderezó con los ojos
desmesuradamente abiertos, dio algunos pasos vacilantes por la habitación y
cada uno de mis compañeros, sintiendo que le iba a ocurrir alguna cosa, se
levantó y se puso en guardia.
S… dio una vuelta sobre sí mismo y cogió uno de los pesados
escabeles de encima que nos servían de asiento e hizo un molinete terrible; los
otros se escaparon a cual más rápido. Como yo estaba sentado contra la pared,
permanecí solo frente a aquel diablo americano, de la misma talla de un
Hércules, y el cual parecía dirigirse a mí especialmente. Su rostro en aquel
momento era horrible; dirigía hacia mí su brazo izquierdo, el índice extendido,
en tanto que con la derecha blandía el pesado escabel por encima de su cabeza.
La escena en aquella antigua habitación del colegio, improvisada
por las circunstancias en el Laboratorio de Psicología Experimental, era
verdaderamente singular en aquella noche de diciembre; pero no era en eso en lo
que pensábamos entonces. Mis amigos aterrorizados permanecían todos
arrinconados, sin que ninguno se atreviera a pronunciar una palabra: el médium
era el único que poseía una especie de aliento gutural.
No podía escaparme del espacio en que estaba, entre la pared
y la mesa, entre una chimenea y una consola (mesa); no podía perder ni uno solo
de los gestos de aquel que parecía animado hacia mí, con intenciones poco
tranquilizadoras. Se acercó todavía más a mí y me lanzó un formidable golpe con
su escabel, recto sobre la cabeza.
Había conservado toda mi sangre fría y permanecí vivamente
alerta, como pude suponerse; y cuando vi el comienzo del movimiento de aquella
masa proyectada hacia mí, agarré los dos pies de la mesa que estaba a mi
alcance y los levanté cuanto pude, presentando la mesa frente a mi adversario y
haciendo de ella un escudo. El choque fue terrible, el escabel tropezó con la
mesa, cual golpe de catapulta; un crujido horrible retumbó por todo el espacio
y yo me vi obligado a retroceder hasta la pared, bajo la fuerza del golpe.
La mesa había sido partida en dos pedazos. Continué
protegiéndome detrás de ella y hasta tuve la osadía de dirigirla contra S…
quien abandonó su maza y cayó hacia atrás sobre una silla, presa de una
convulsión.
Nosotros nos precipitamos hacia él para detenerle, pero
aquello fue inútil; volvió inmediatamente en sí, sin acordarse de nada.
Fisiología Trascendental. Análisis de las cosas
DCP