- La Villa Fantástica de Comeada - Coimbra - Portugal

LA VILLA FANTÁSTICA DE COMEADA-COIMBRA (PORTUGAL)

 - Camille Flammarion –

En Comeada, alrededor de Coimbra, ciudad célebre por su Universidad secular, ocurrieron fenómenos fantásticos, cuyo relato tiene aquí su lugar adecuado.

A principios de octubre de 1919, Homem Cristo, estudiante del primer año de Derecho, expulsado de la Universidad por negarse a obedecer a una costumbre religiosa y por haberse rebelado a mano armada, alquiló en Comeada una casa compuesta de planta baja y primer piso y se instaló en ella en compañía de su joven esposa y dos criadas. La señora, a partir de la primera noche, se quejó de ruidos extraños que aseguraba haber oído en la casa. Ocho días después, uno de sus amigos, el señor Gomes Paredes, estudiante del segundo año de Derecho en la Universidad, fue a Comeada para asuntos particulares y pidió hospitalidad a sus amigos, a lo que estos accedieron gustosos. Después de pasar la velada untos, cada cual se retiró a su habitación para acostarse.

Apenas el señor Gomes Paredes apagó la bujía, oyó unos golpecitos en los cristales de la ventana. Se levantó, encendió la luz, abrió de par en par la ventana, pero no encontró a nadie. Se acostó, apagó de nuevo la bujía, pero he aquí que oye pasos muy cerca de él, al mismo tiempo que llega a sus oídos el ruido de todas las puertas de la casa al abrir y cerrarse. Volvió a encender la luz y se puso a registrar por todas partes, debajo de la cama, de los muebles, etc. ¡Nada! ¡Nadie! Apagó y los ruidos comenzaron de nuevo. Torna a encender , y siempre nadie. No queriendo molestar a sus amigos, soportó estas cosas toda la noche, y al día siguiente preguntó a Homem Cristo si había oído algo extraño durante la noche . – Absolutamente nada – contestó - , lo cual no tiene gran cosas de particular, porque duermo como un lirón. ¿Es que has oído algo? En la casa no han entrado ladrones, y todos estos ruidos son fantasía pura. – el señor Gomes Paredes, conociendo el carácter positivista de Homem Cristo, no quiso insistir; pero cuando regresó a Coimbra refirió a su padre lo que le había ocurrido en casa de su amigo. Su padre le escuchó atentamente y le dijo: - ¡Sí que es casualidad! Otro inquilino de esa cas la dejó por culpa de esos ruidos, y una mujer, empleada hoy en el Observatorio Metereológico, que se encuentra enfrente , pasó una noche en esa casa y dijo que jamás volvería a ella, porque estaba habitada por duende. Te aconsejo que diga a tu amigo oda la verdad y le propongas pasar una noche en observación para saber de qué se trata.

El señor Gomes Paredes siguió el consejo y comunicó a Homem Cristo lo que su padre le había dicho. Homem Cristo se burló de su compañero y se acostó según tenía por costumbre, pero aquella noche oyó ruidos que le intrigaron y le decidieron pasar la noche siguiente vigilando , a cuyo efecto rogó a su amigo que le hiciese compañía. Conviene advertir que todos dormían en el primer piso y que en la planta baja no había nadie.

Aquella noches Homem Cristo dispuso que las criadas se acostasen hacia las once. Su esposa, su amigo y él se quedaron esperando los acontecimiento; mientras hubo luz nada anormal ocurrió, pero inmediatamente que la apagaron se oyeron fuertes golpes en la puerta de la planta baja, puerta que daba al jardín… Home Cristo bajó corriendo las escaleras y se colocó cerca de la puerta. Los golpes recomenzaron; al abrir bruscamente no encontró a nadie. Salió para ver si sorprendía la fuga de alguien por un callejón vecino; pero apenas estuvo fuera, la puerta se cerró con estrépito, girando la cerradura. En la calle no vio a nadie. Para poder entrar de nuevo tuvo que llamar, y su mujer bajó a abrirle. Homem Cristo, muy intrigado, como es natural, hallábase convencido de que alguien se había ocultado en su casa y le estaba gastando una broma pesada. Cogió su revólver y dijo: -¡Ahora vamos a ver!

Las puertas continuaban siendo sacudidas y en un cuartito contiguo a su dormitorio, cuartito que no tenía ninguna salida, los ruidos eran cada vez más fuertes. Todo esto sucedía en plena oscuridad, pues apenas encendían la luz, todo cesaba. Homem Cristo, decidido a descubrir al mixtificador, se situó en el descansillo de la escalera que conducía a la planta baja, con el revólver en la mano. Apenas se apagó la cerilla oyó junto a sí una esterpitosa carcajada que se repetía como un eco por toda la casa, y al mismo tiempo, muy cerca de él, surgió una nueve blanca a la vez que de sus narices salían dos hilos de luz blancuzca… ¡Aquello era demasiado! El observador comenzó a sentir que le flaqueaba el ánimo.  Los mismos fenómenos siguieron  produciéndose hasta las cuatro de la madrugada.

Al día siguiente, Homem Cristo, que ni conocía ni admitía los fenómenos de orden psíquico, decidió requerir a un agente de la policía para que fuese testigo de lo que pudiera ocurrir aquella noche. Quería a toda costa descubrir al bromista y temía perder su sangre fría y matar a alguien. Pusieron a su disposición un cabo y dos en el jardín, de guardia delante de la puerta de entrada de la casa, con objeto de ver si salía o entraba alguien. Los dos agentes se apostaron en el interior con Homem Cristo, Gomes Paredes y otro amigo, llamado Enrique Soto Armas, venido ex profeso aquella noche para presenciar lo que pudiera suceder. Luego de registrar cuidadosamente toda la casa, apagaron las luces. Inmediatamente percibieron golpes en la puerta de la planta baja. - ¿Oyen ustedes? – dijo Homem Cristo a los dos agentes . – Perfectamente – contestaron estos. Continuaron los golpes y Homem Cristo abrió de pronto la puerta; pero, como la víspera, no vio a nadie, a excepción del cabo, que se paseaba por allí tranquilamente. - ¿Quién ha llamado? – le preguntó al cabo. – Nadie – contestó éste. - ¿Pero usted no ha oído que llamaban?- No he oído nada, absolutamente nada.- Esto es ya demasiado – dijo Homem Cristo -. Y ahora ustedes, señores agentes, van a quedarse fuera .- No tardó en producirse el mismo fenómeno. El cabo oyó los golpes, pero los agentes no vieron ni sintieron nada. – Entonces ya está visto – dijo Homem Cristo- ; entremos todos, porque donde debemos continuar buscando es dentro de la casa.

Envió a uno de los agentes a la habitación en que se había acostado el señor Paredes, situada en el primer piso. El agente fue a sentarse en un banco; pero se lo retiraron tan rápidamente que el pobre cayó por tierra. Los dos amigos, señores Paredes y Soto Armas, apostáronse en la planta baja en compañía del cabo. Apagada la luz, los ruidos y golpes se sucedieron, particularmente en el cuartito contiguo  al dormitorio en el que sólo había un baúl. Aquello tomaba el aspecto de un verdadero reto.

De pronto, en el aposento de uno de los amigos se oyó un ruido terrible, algo así como una lucha desesperada, y todo el mundo corrió hacia allí persuadido de que el agente había conseguido descubrir al bromista. ¡Decepción! Sólo encontraron al agente, aterrorizado, dando mandobles a derecha e izquierda, y huyendo despavorido para correr hacia un pequeño tocador en donde había un armario de lunas, que en su furor hizo mil pedazos.

Hubo que emplear la fuerza para reducirlo. El pobre hombre estaba loco. Después de aquel episodio todo el mundo recobró su sangre fría, y se apagaron de nuevo las luces. Homem Cristo ocupó otra vez su sitio en el descansillo de la escalera, y recibió en pleno rostro una formidable bofetada que le arrancó un grito terrible porque según dijo, le pareció que los dedos se pegaban a su carne para arrancársela. Encendieron las luces apresuradamente, y todo el mundo pudo ver cuatro dedos marcados en la mejilla izquierda de Homem Cristo, mejilla que estaba encarnada como un tomate, mientras que la derecha parecía la de un cadáver. Eran las doce. Homem Cristo, asustado lo mismo que su mujer, las criadas, loa amigos, los agentes y el brigadier, no quiso permanecer una hora más en aquella casa, y se fue en compañía de los demás a pasar la noche en un hotel. Los agente regresaron a sus casas jurando que jamás volverían a poner los pies en aquellos sitios.

Homem Cristo realquiló la vivienda, pero el nuevo inquilino la abandonó al cabo de los días, asegurando que era inhabitable.

El relato que acaba de leerse lo publicó mi amiga señora de Frondoni-Lacombe, de Lisboa, en los Anales de Ciencias Psíquicas de marzo de 1915. Homem Cristo ha referido la misma historia, en otros términos y más detalladamente, en la obra El Parque del Misterio, publicada en colaboración con Rachilde en 1923. Tengo el honor y el gusto de conocer a esta escritora desde hace más de treinta años, y sé que no admite la realidad de los fenómenos psíquicos, por la razón muy respetable, aunque discutible, de que sus padres fueron víctimas de los médiums.

Homem Cristo, protagonista de esta historia, está cada vez más convencido de su autenticidad y de su valor científico, y hasta la ha tomado por base de su vida, pues de ateo se ha vuelto espiritualista convencido. Creo, por consiguiente, que su propia relación copiada del libro antes indicado, será leída con interés.

En primer lugar , el amigo que fue a pasar una noche le refirió lo siguiente:

Me dormí después de haber fumado mucho, habiendo agotado todas las cerillas. De pronto me sentí despertado por una sensación de claridad debajo de los párpados, parecida a la que nos hiere cuando teniendo los ojos cerrados recibimos bruscamente sobre ellos la luz de una lámpara o de un fuego muy vivo. Veía antes de ver. Aquello se apoyaba en mis párpados con tal intensidad, que acabé por abrir los ojos y me di cuenta de que los postigos, que yo había tenido buen cuidado de cerrar siguiendo tu recomendación, estaban entreabiertos y dejaban paso a la luz de la luna, que me daba directamente en el rostro. Yo estaba, o creía estar, seguro de haberlos cerrado herméticamente, y de haber corrido bien el cerrojo, siempre por recomendación tuya, pero podía haberme equivocado. Como deseaba dormir, y como nada sospechoso se oía, aparte de que me molestaba aquel rayo de luna, decidí cerrar la ventana, que , como sabes, es de guillotina. La levanté, la suspendí del resorte que sirve para retenerla, y seguidamente saqué la cabeza y los brazos para atraer hacia mí los postigos entreabiertos, pero estos resistieron. Sin embargo, no hacía viento. Como estaba en la planta baja, pensé que quizá los retuviese alguien que hubiera entrado en el jardín. Recordando cuanto me habíais dicho tu esposa y tú, grité, aunque no en voz muy alta, para no despertaros:”¡Si hay alguien ahí fuera, se va a acordar de mí!”

Pero casi instantáneamente, el resorte que retenía la guillotina por encima de mi cabeza se soltó y recibí un golpe tan furioso en la nuca que estuve a punto de desmayarme, y hube de debatirme durante un buen momento para poder librarme de tal peso. No quise llamaros por no ponerme en ridículo. Cuando me vi libre cerré bien la ventana, y para mayor seguridad registré minuciosamente los alrededores de la puerta del jardín, sin encontrar nada en él, ni en la carretera. La noche, tranquila, y la claridad de la luna, permitían distinguir los menores detalles y los postigos de la ventana tal como yo los había dejado, sin obstáculo alguno detrás de ellos. La evidencia nos llama al orden y consigue calmarnos. Nada podía haber retenido los postigos, y el que se soltase el resorte debió ser una simple casualidad. Yo no estaba sin duda despierto del todo, y mis movimientos eran torpes, como sucede cuando un se despierta sobresaltado. Como he dicho antes, cerré cuidadosamente los postigos, dejé caer la ventana y fui a acostarme; pero no conseguí conciliar el sueño. Sentía un dolor muy vivo en la nuca; la sangre batía en mis arterias; estaba inquieto, oprimido; no me encontraba bien. Entonces fue cuando pude observar una cosa terrible que pasaba delante de mí, de mis ojos, bien abiertos, a todas las realidades posibles. Los postigos se entreabrieron de nuevo, el cerrojo se descorría solo (recordé los esfuerzos que tuve que hacer para introducirle en su agujero sin que rechinara), y seguidamente percibí detrás de mi cama otro rechinamiento horrible, algo así como una risa sorda. Alguien - ¿quién? – se burlaba de mí. ¿Quién anda ahí? – dije apretando los puños. Por toda contestación oí una serie de golpes violentos dados a la vez en las paredes , en el suelo, en los muebles… golpes que repercutían sordamente en mí como si sólo a mí me persiguieran. Sin embargo, en mi habitación no había nadie, ni animales, ni persona; nadie más que yo, tembloroso bajo un frío rayo de luna… y la verdad, Francisco, sin ocuparme de vosotros, sin reflexionar, me arrojé al jardín como un loco corrí delante de mí, sin sombrero, sin pensar siquiera en cerrar la puerta. Para llegar hasta casa de mis padres debí emplear pocos minutos, porque corría como alma que lleva el diablo…

Cuando mi camarada terminó de hablar quedé un momento en silencioso. Yo había oído vagamente referir a nuestros profesores de historias de alucinaciones colectivas, pero yo no podía explicarle a mi amigo tantas cosas a la vez, aparte de que me llamaba la atención la circunstancia de que los actos o los ruidos sospechosos se producían en una sombra relativa, y que la luz disipaba todas estas fantasmagorías. Me limité a hacérselo notas así. “Si – me contestó -, yo había gastado todas las cerillas, en efecto, encendiendo cigarrillos; pero vi, lo que se llama ver con mis propios ojos, alumbrado por la claridad de la luna, que los postigos se abrían lentamente como empujados por dos manos, y que cuando quise tirarlos hacia mí sentí una resistencia terrible. El que los retenía era más fuerte, mucho más fuerte que yo; además, los ruidos que oí son los mismos de que habla tu mujer. Ella te ha dicho que oía andar por la habitación a varias personas arrastrando bultos y sacudiendo los muebles como si se tratara de una mudanza… Y, sin embargo, tú no oyes nada. ¡Otro misterio! ¡Ah – exclamé fuera de mí -, todo esto va a terminar! Esta noche velaré yo mismo. ¡Te juro que lo bromistas serán castigados!

***

Para mí estaba fuera de duda que después del escándalo que yo había dado en la Universidad, algunos bromistas querían exasperarme. ¡Otra broma pesada de los alegres estudiantes de Coimbra! Había, pues, que quitarles la afición a divertirse así, porque, después de todo, había en la casa una mujer joven y un niño de seis semanas.

Apenas llegó la noche siguiente me instalé en la habitación predilecta de los duendes, luego de haber registrado de arriba abajo toda la casa y de haber encerrado a las criadas bajo llave, porque dada la hipocresía de los criados, temía que estuvieran en connivencia con los autores de tan pesadas bromas; hice buen acopio de cerillas y me proveí de una bujía, por ser más fácil de encender que una lámpara, prometiéndome que no me apagaría fácilmente su llama. Mi mujer, temblando de pies a cabeza, a pesar de que no conocía la aventura de mi compañero, colocó la cuna del niño a los pies de nuestra cama, luego de tomar toda las precauciones necesarias para no perderle de vista , a la vez que la puerta del dormitorio, cerrada con cerrojo. Contábale que no había que esperar de mí concesión alguna a lo sobrenatural y que el bromista, o los bromistas, si se dejaban coger, serían implacablemente castigados. Principiaba la guerra.

Comenzaba a olvidarme de que estaba leyendo una obra de Derecho, sentado en un sillón en vez de estar tendido en el lecho, cuando la bujía empezó a derretirse, la mecha cayó en un pequeño lago de cera y se apagó. Creo inútil decir que yo había cerrado los postigos, echado con toda seguridad el cerrojo y bajado cuidadosamente por sus ranuras la guillotina de la ventana.

Me dispuse entonces a extender el brazo para coger las cerrillas y vi…- esto sucedió automáticamente cuando apenas se apagó la luz – vi que se abrían sigilosamente los postigos y que la luna introducía por la abertura la lámina fría y blanca de su espada…

De un salto caí sobre la guillotina, la levanté, la sujeté y tendiendo los brazos, pero sin sacar la cabeza, escarmentado por … el primer inexplicable accidente, tiré de los postigos con todas las fuerzas de mis brazos: los postigos resistieron.

¡Parecía que se apoyaran sobre un mundo! Eran resistentes y elásticos a la vez, como músculos que se opusieran a los míos. Yo callaba, temiendo asustar a la que dormía arriba; pero mi cuerpo estaba empapado en sudor… Recibía el bautismo del espanto.

¡Una primera impresión del miedo, que es a la vez cólera sin nombre, una cólera impotente que sólo se traduce en blasfemias!

Al igual que mi amigo, lo dejé todo y en dos saltos me planté en el corredor que daba al jardín. Abrí bruscamente la puerta, sin que empleara en todo esto más de cinco segundos, y comprobé que no había alga viviente detrás de los postigos, ni una rama de árbol capaz de sujetarlo, ni una cuerda tendida. ¡Nada más que el aire puro de la noche! Di corriendo la vuelta a toda la casa y volví delante de la ventana. ¡La habían cerrado! Cuando quise abrir la puerta del corredor la encontré también cerrada con dos vueltas de llave. ¡Prisionero fuera de mi casa! Yo era juguete… ¿pero de qué fuerza?... Quedé aturdido por un instante, rechinando los dientes y blasfemando. Sin embargo, había que poner en claro aquella farsa, ¿representada por alguien? Dando a mi voz toda la serenidad posible, llamé a mi esposa, que acudió inmediatamente a la ventana de arriba, vestida como la había dejado, lo que demostraba que no había querido dormirse .- “¿Quieres abrirme? – le dije -. He saltado por la ventana, que después se ha cerrado sola, naturalmente, y la puerta de entrada está cerrada con llave. No ocurre nada, y después del registro que acabo de hacer creo que podremos dormir tranquilos.”

¡Aunque estábamos en pleno verano, todo mi cuerpo temblaba y mis dientes castañeteaban! Mi esposa bajó corriendo a abrirme sin sospechar aún mi ansiedad. Fui a tomar mi revólver, que había dejado sobre la mesilla de noche, y dije a mi esposa, sin dejar de tenerla abrazada con mi brazo izquierdo:- “Se me ha terminado la bujía. Subo para buscar otra. No hay nadie; pero, por si acaso quiero estar prevenido.” – Asustada, más por mi acento que por mis palabras, me contestó :- “¿Acaso sientes miedo tu también?” – “Te aseguro que no hay motivos para tenerlo – le repliqué , tratando de sonreir -. “Voy a acompañarte a tu habitación y me darás otra bujía… porque es la luna que alumbra muy mal.” – Divagaba de una manera lamentable.

Cuando subíamos las escalera, apretados el uno contra el otro, sentí de pronto que mi esposa gravitaba sobre mí, reteniéndome con todo el peso de su cuerpo… Púsose a gritar y a debatirse: “¡Francisco! ¡Socorro! ¡Alguien me tira de los pies!”

Estábamos en un descansillo, en el que había una ventana que daba al jardín, detrás de la casa. Sin volver la cabeza, pues estaba seguro de no ver a nadie, pasé el brazo derecho por encima del hombro izquierdo y disparé en aquella dirección. La detonación repercutió siniestramente en aquella casa sonoramente, y mi mujer, desplomada sobre mi abrazo, me pareció muerta… pero no había aniquilado aquella fuerza maligna que me perseguía, porque recibí en plena mejilla una violenta bofetada, como asestada por cinco dedos de hierro.

Cosa singular: aquella bofetada me devolvió toda mi energía. Ser atacado es atacar y reaccionar inmediatamente. Arranqué mi esposa del brazo terrible que pretendía arrebatármela, y gracias al débil resplandor que se filtraba por la ventana, comprobé que allí no había nadie. Llegamos a nuestra habitación y empujé la puerta febrilmente, como si aplastara a alguien entre ella y la pared. Mi esposa , sintiéndose a salvo, pero creyendo todavía que se trataba de un malhechor, puesto que me había visto defenderme con mi revolver, corrió a la cuna de su hijo: la cuna estaba vacía. Entonces se desmayó.

Aturdido, acechando a la débil luz que despedía la lámpara, junto a aquella mujer extendida en tierra, esperé con los brazos cruzados al ser o a la cosa que debía aparecerse.

Era inútil la defensa. Cuchillo o revólver resultaban impotentes contra aquel enemigo insecuestrable.

Allá lejos, las criadas, que había oído el disparo, lanzaban gritos y los perros ladraban a la luna. No conozco nada que trastorne tanto como unos gritos de mujer en la noche… el dulce vagido de mi hijo, vagido que parecía salir de abajo del entarimado, consiguió sacarme de aquel decaimiento moral. Había que buscar al pobre ser, pues el desvanecimiento de su madre me probaba que ella no lo había cambiado de sitio.

Y tuve el valor – comenzaba a hacer falta mucho para subir y bajar las escaleras de aquella casa – de registrar el piso de abajo, alumbrándome con la lámpara.

Encontré al niño completamente desnudo, despojado de sus mantillas, colocado boca arriba sobre una mesa de mármol, como un objeto sin valor que el temible bandido acabara de abandonar en su huida de … la luz.

El resto de la noche lo pasé calmando las crisis de nervios de la madre y el llanto del pequeño. Al amanecer todo volvió a entrar en orden, y la madre consiguió dormirse con la boquita del bebé pegada a su pecho.

Debo confesar que esta horrible aventura me dejó tan extenuado, que no me sentía con fuerzas para hacer frente al o a los enemigos invisibles. Aquella hazaña última, aquel niño transportado de un piso a otro sin que pudiera adivinarse cómo había atravesado las escaleras… o las paredes, no era explicable y mucho menos tolerable.

Mi corazón se abría a un nuevo temor: el de ceder sin haber comprendido. Durante el día decidí no retroceder en tanto no hubiese puesto a la policía de mi país en antecedentes de lo que sucedía.

Al llegar aquí solicito toda su atención, mi querida Rachilde, porque usted ha oído decir que esta clase de fenómenos misteriosos se producen siempre entre una o dos personas de más o menos buena fe, y que apenas interviene la policía quedan reducidos a nada, porque las casas de duendes no tiene costumbre de entregar sus secretos a la curiosidad de la policía.

Pues bien, en aquel caso de delirio de persecución o de mixtificación, que pretendía explicarme como se explica un teorema en el encerado (la situación era tan negra como éste), no encontré otra solución sino informar a la policía de Coimbra de los singulares procedimientos que empleaban unos terribles salteadores para obligarnos a evacuar nuestra casa en plena noche con el objeto de poder saquearla más tranquilamente.

En un principio la policía se mostró bastante incrédula; pero el despido de las dos sirvientas al día siguiente del drama, creó un segundo ato de los más impresionantes. Se fueron como dos gallinas asustadas por el paso de un automóvil, piando y cacareando en todos los tonos y añadiendo detalles tanto más circunstanciados cuanto que nada habían visto.

El amigo que pasó la primera noche bajo nuestro techo, volvió con varios compañeros y se organizó una batida contra el fantasma, para lo cual no faltaron voluntarios. Mis enemigos políticos (¡ya los tenía entonces!) esperaban verme quedar en ridículo. A la primera señal de peligro se colocaban guardias detrás y delante de las puertas, que se cerraban solas, con llave, y cerca de los postigos, que se abrían y cerraban a despecho de los más sólidos cerrojos.

Cada vez que se apagaban las luces, los mismos fenómenos se reprodujeron exactamente de la misma manera. Cuando se encendía la luz se encontraban las huellas de los criminales, peor ni sombra de sus brazos.

Un guardia que penetró en un cuarto para detener a un malhechor invisible, al que se oía reír a grandes carcajadas, recibió una bofetada tan terrible que por poco se mata él mismo chocando contra las paredes. Al salir de aquel cuarto declaró que prefería dimitir antes que recomenzar una guerra parecida.

Baúles enteros de ropa blanca que todavía no habíamos abierto, pues nuestra instalación no estaba terminada, aparecieron vacios y su contenido diseminado por el suelo, sin que hubiese medio de sorprender a los autores en flagrante delito. En torno de de los que habían venido a defender a la casa maldita, resonaban golpes, gritos, burlas, que jamás pudieron saber ni de dónde venían ni quiénes eran los que les insultaban.

Y no se diga que aquella casa tan encantada tuviera sótanos por donde hubieran podido introducirse los hilos, buenos o malos conductores, de una electricidad peligrosa, ni jardín excesivamente poblado en el que pudieran esconderse los hábiles perturbadores… No; era el misterio tomando posesión de un sito moderno y provocando el drama del miedo sin auxilio alguno, sin preparación escénica, dirigiéndose únicamente a la mentalidad del hombre incrédulo, tal vez para hacerle comprender mejor  que , sean cuales fueren los tiempos, las fuerzas desconocidas son siempre igualmente terribles, y que el humilde mortal llamado a ser su presa es, sobre todo, culpable de no tratar de instruirse sobre su destino final, ya que ignora todo lo relativo a sus orígenes.

En realidad yo estaba más furioso que emocionado. No podía admitir superchería alguna, y me parecía humillante volver la espalda a aquel enemigo cobarde que atacaba anónimamente. Pero hubo que huir de aquel inhabitable lugar aquella misma noche, porque había un niño que lloraba y una madre e más en más nervios.

***
Tal es el relato , tal es la historia  vivida del escritor portugués Homem Cristo. Esta observación personal merecía, por todos los conceptos, figurar junto a las precedentes. Es, tal vez, más asombrosa que la del castillo de duendes de Calvados. ¿Qué es ese mundo invisible?” A los negadores sólo les queda una solución, calificar a los narradores de perfectos embusteros… Veamos más hechos observados.

Camille Flammarion – Las Casas de Duendes


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