- Fernando Weyler: Del Más Allá

 DEL MÁS ALLÁ

Fernando Weyler




En la magnífica biblioteca de la prócer mansión contemplaba extático las interminables filas de libros que, como soldados dispuestos para la conquista de la ciencia, se alineaban correctamente en una espera seguramente corta, puesto que el general en jefe de aquel excelso ejército los moviliza con harta frecuencia, cuando hizo irrupción D. Fernando, con su gesto de interrogación bondadosa, tan característico en él.

-Quisiera saber su opinión sobre el Más Allá – le espeté como un tiro. Y él, amablemente, me contestó:

-¿Cómo no experimentar esta inquietud?¿Quién es el que no ha sentido en su vida la fuerza del destino? Cuántas veces no tenemos que reconocer el acierto de Pitágoras cuando dijo “que la voluntad, como potencia directora, no se aparta del destino.” ¿Cómo no recordar también cómo definía la Providencia divina el sabio cardenal Fr. Ceferino González?: “Es la acción compleja mediante la cual Dios encamina y dirige todas las cosas criadas a sus fines propios y particulares, y, a la vez a un fin general.”

A mí el estudio de la Metapsíquica me atrae de un modo poderoso; claro está que en su forma absoluta como ciencia, y apartada por completo de todo punto que a religión se refiere. Usted seguramente conoce la definición que la Metapsíquica hace Richet cuando dice: “El mundo exterior nos es conocido exclusivamente por medio de nuestros sentidos y por las vibraciones que nos vienen del exterior: vibraciones del aire, que nos dan a conocer los ruidos; vibraciones mecánicas de las cosas, que despiertan nuestro tacto; vibraciones olfativas y gustativas, que nos revelan  el olor y el sabor de las diversas sustancias. Estas vibraciones son las que ponen en juego nuestros sentidos y mediante las cuales se desarrolla el conocimiento del mundo exterior.

Existen además otras vibraciones que nuestros sentidos no perciben pero el genio de los hombres, especialmente los físicos contemporáneos, ha sabido descubrir y estudiar. Más allá del espectro visible hay rayos invisibles del espectro , el infrarrojo y el ultravioleta. Más allá de los sonidos que oímos existen los ultrasonidos y los infrasonidos. Las fuerzas magnéticas no actúan sobre nuestros sentidos; las fuerzas eléctricas, cuando vibran con una fuerza de más de 1000 vibraciones por segundo, no interesan, por muy intensa que sea nuestra sensibilidad; las ondas hertzianas sólo pueden revelarse mediante detectores. Pero ¿existen otras vibraciones que nuestros sentidos no nos permiten conocer y que nuestros aparatos de física no nos han revelado “todavía”? ¡Sí, sí y sí! Porque, en fin, el dilema que se nos presenta es el siguiente: o conocemos o no conocemos todas las fuerzas de la Naturaleza es tan absurdo que no vale la pena de refutar tal pretensión.

Existen, pues, a nuestro alrededor, innumerables y poderosas vibraciones, talues las que sensitivas pueden percibir, que nos envuelven en una red inextricable.

¡Quién sabe si el alma de los vivos, acaso la de los muertos, quién sabe si las cosas que nos parecen inertes, no despiden efluvios inaccesibles para el vulgo, capaces de despertar en el organismo de los sensitivos, en rápidos relámpagos, algunos fragmentos de la realidad que nos envuelven! Así, pues, una palabra basta para indicar cuál es la finalidad de la Metapsíquica: “el estudio de las vibraciones.”

Por ella, a mi modo de ver, llegaremos al descubrimiento de las mayores maravillas.

¿El libre albedrío? Como todo lo que de nosotros depende, en mi opinión, sólo existe en una forma relativa. El libre albedrio absoluto ni podría existir ni hay quien pueda sostenerlo.

Son tan estrechos los límites de esta charla que no es  posible tratar con la debida extensión problema tan trascendental en su debido campo, en el campo de la Metafísica, que es donde hoy tiene su lugar más adecuado y donde han surgido escuelas para todas las tendencias, justificando el dicho del sabio de que en Filosofía “no hay verdad que no haya sido negada, ni error que no haya sido sostenido.” Desde Demócrito hasta Spencer, Heckel y Kant, como materialistas; Hobbes, Gallupi, Cousin y James, son todos deterministas, aunque sea varia la causa. Schopenhauer lo deriva más bien de nuestras reacciones,  y Leibniz de la intervención de los pensamientos inconscientes. Bayle y Collins negaron también el libre albedrío. Para negarlo hasta se ha hecho argumento de la afirmación de la Teodicea ortodoxa de que Dios conoce “a priori” los actos de las criaturas.

Por ellos el hombre ha tratado siempre de descubrir la trayectoria de su vida, trazada de antemano, y ha creído en la existencia de indicios que la descubran siquiera en parte y que el “espíritus familiaris” de los magos y de los sabios, o el Ángel de la Guarda o providencia de los cristianos, o los espíritus guías de los espiritistas, procuren algunas veces, por señales que llamen nuestra atención, prevenirnos o anunciarnos peligros que nuestro albedrio puede evitar.

Renunciar en absoluto a las más preciadas prerrogativas del hombre, como la libertad y la inteligencia, sería doloroso y aun absurdo, y a ello equivale negar el albedrio. Más fuerza es también reconocer que, por lo menos hasta hoy, no tenemos dominio alguno sobre nuestra salud, sobre nuestras secreciones endocrinas, sobre la temperatura y el estado atmosférico, y que todo ello, como también nuestra educación, nuestra cultura, la herencia, el medio y el magnetismo, influyen poderosamente en nuestras decisiones.

En el orden espiritualista puedo referirle dos hechos históricos, que tienen el inestimable valor de haberme sido referidos verbalmente por muy alto personaje de nuestra patria. Son los siguientes:

En tiempos creo que del rey Jorge III de Inglaterra, un regimiento de los que daban guardia al palacio real cometió una falta, por la que fue castigado a prestar servicio a una colonia inglesa, en la que permaneció durante largos años.

Este regimiento, cuando daba guardia al palacio, había de rendir invariablemente honores a su rey, que tenía la costumbre de salir a un balcón siempre que pasaba la ronda. Pues bien: cuando al cabo de los años volvió a Londres, al día siguiente de su llegada fue a prestar servicio al palacio real, y al hacer la ronda el viejo oficial mandó tocar para rendirle honores a su soberano al corneta de órdenes que se incorporara a la llegada del regimiento; y éste, muy extrañado, hizo notar respetuosamente a su jefe que aquel señor que en el balcón estaba no era el rey. En efecto, Jorge III había muerto hacía tiempo; reinaba en verdad su sucesor, que no tenía la costumbre de salir al balcón a que le rindieran honres. Mas toda la roda vio el espíritu materializado de Jorge III, que con su acto de presencia perdonaba bondadosamente a sus viejos soldados.

El otro es el siguiente:

En las postrimerías de la Gran Guerra, en la línea de trincheras, durante un ataque francés, cayó gravemente herido en la zona del centro el jefe que mandaba el asalto.

Tal era la intensidad del fuego que no pudo ser recogido por los suyos, que en la esperanza de rescatarlo, tan desesperada defensa hicieron también , que impidieron que lo apresaran los alemanes. Y en aquella terrible zona permaneció el desdichado oficial hasta que al obscurecer, agotadas sus fuerzas por la intensidad de su trágico dolor físico y moral, expiró, dando libertad a su alma torturada. Al amanecer de aquella espantosa noche lo vieron llegar sus soldados marcialmente a la trinchera y, enardeciéndolos con su palabra y con su ejemplo, los llevó a un asalto que coronó la más rotunda victoria. Más lo que los llenó de pavor a aquellos bravos fue que al llegar al sitio donde cayera herido la tarde anterior desapareció la viril figura que los condujo al triunfo, y sólo vieron, tendido en el suelo en un charco de sangre, el cadáver ya rígido de aquel heroico oficial, que después de muerto supo ganar una acción.

Este hecho está comprobado mediante expediente del alto mando francés.

Esto es aproximadamente lo que me refirió el agregio señor.

ORFILA.
HERALDO DE MADRID, DIARIO INDEPENDIENTE, pág. 6
Sábado 7de Enero de 1928